En 1997, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola se sentaron frente al crítico Geoffrey Gilmore para hablar del presente y futuro del cine. Lo que parecía una charla entre colegas terminó siendo una radiografía profética del rumbo que tomaría Hollywood: ejecutivos sobrepagados, efectos digitales que devorarían las historias, uniformidad estética y un público cada vez menos dispuesto a comprometerse con el lenguaje cinematográfico. Treinta años después, sus palabras se leen como un lúgubre guion que la industria terminó siguiendo al pie de la letra.
Una de las principales denuncias de ambos directores fue el traslado del poder creativo desde los realizadores hacia los ejecutivos de los estudios. Scorsese señaló que cuando el dinero se convierte en el eje de todo, “menos riesgos se deben tomar”. Ese cambio debilitó la figura del director en favor de productores y accionistas, interesados en la rentabilidad inmediata antes que en la innovación artística. Coppola, por su parte, advirtió que los grandes estudios sabían que eran prescindibles y, sin embargo, se mantenían a flote con sueldos desproporcionados y presupuestos maquillados. La reciente indemnización millonaria al exCEO de Paramount, Bob Bakish, parece una confirmación tardía de aquella sentencia.
Google
Otro de los puntos centrales fue la pérdida de identidad visual y narrativa. Scorsese criticaba ya en los noventa que “todos los afiches lucen igual” y que hasta los rostros de los actores parecían intercambiables. La homogeneización, anticipada por él, se hizo evidente con la llegada de algoritmos que dictan decisiones creativas en plataformas de streaming y que reducen la singularidad de los proyectos a patrones de consumo predecibles.
La advertencia también alcanzaba al público. Scorsese veía con preocupación cómo las nuevas generaciones llegaban al cine con un marco de referencia tomado de la televisión: diálogos rápidos, ritmos acelerados y escasa paciencia para la contemplación. En ese diagnóstico se anticipaba la lógica de consumo fragmentada que hoy domina, desde TikTok hasta los videojuegos que compiten con las salas de cine por la atención de los más jóvenes.
Google
Paradójicamente, tanto Scorsese como Coppola terminaron atrapados en algunas de las dinámicas que criticaban. El primero con El irlandés, una costosa apuesta para Netflix, y el segundo con Megalópolis, financiada con su propio dinero y saturada de efectos digitales. Sin embargo, más allá de sus contradicciones, la conversación de 1997 queda como un testimonio invaluable: los grandes maestros ya intuían que la magia del cine corría el riesgo de ser sustituida por fórmulas, algoritmos y balances contables.
Treinta años después, lo inquietante no es que se equivocaran, sino que tuvieron razón en casi todo.