
Durante el verano de 1994, Brad Pitt estuvo a punto de tirar la toalla. A sus treinta años y con varios papeles ya en su historial, el actor se encontraba en un momento de crisis personal y profesional. Desencantado con el medio, con malas experiencias acumuladas en sets de rodaje y atrapado en una rutina que él mismo definió como "insana", Pitt se preguntaba si quería seguir actuando. “Solo me despertaba, fumaba, tomaba cuatro Coca-Colas sin hielo y no comía nada. Veía el juicio de O.J. Simpson y pensaba: ‘¿Qué hago ahora?’”, confesó años más tarde en el pódcast Armchair Expert, conducido por Dax Shepard.
La respuesta llegó en forma de un guion titulado Se7en, un thriller policial con tintes oscuros que cambiaría para siempre su destino y el de su director: David Fincher. Al principio, Pitt no se sintió especialmente atraído por la historia. Le pareció un cliché más sobre el típico policía novato y su mentor curtido. Pero fue Cynthia Pett-Dante, su representante y amiga de toda la vida, quien lo convenció de terminar la lectura y reunirse con el director. Ese encuentro lo cambió todo.

David Fincher también arrastraba sus propias dudas tras el accidentado rodaje de Alien 3, que dejó su nombre en entredicho en la industria. Sin embargo, durante su conversación con Pitt, logró transmitirle una visión del cine tan apasionada y detallada que reavivó en el actor la chispa perdida. “Me volvió a entrar el gusanillo”, recordó Pitt. Se7en no solo representó un punto de inflexión para él: también fue el primer paso de Fincher hacia su consolidación como uno de los cineastas más influyentes de su generación.
Estrenada en 1995, Se7en fue un éxito rotundo. La historia de los detectives Mills (Pitt) y Somerset (Morgan Freeman) enfrentándose a un asesino en serie inspirado en los siete pecados capitales conquistó al público y a la crítica, convirtiéndose en una referencia del cine de suspense. Y aunque la Academia la ignoró casi por completo, su legado artístico es indiscutible.

Gracias a ese impulso, Brad Pitt tomó una ruta definitiva hacia papeles más arriesgados y complejos, como 12 monos, El club de la lucha o Snatch. Cerdos y diamantes. Su colaboración con Fincher se repetiría en otras producciones memorables, como El curioso caso de Benjamin Button, cimentando una relación creativa clave en su carrera.
Lo que parecía ser el ocaso anticipado de una estrella en formación se transformó, gracias a un director empeñado en hacer cine con sentido, en el renacer de uno de los actores más emblemáticos del cine contemporáneo.