
En 2005, David Cronenberg sorprendió al mundo con Una historia violenta (A History of Violence), un thriller cargado de tensión que se alejaba de sus habituales terrenos de la ciencia ficción y el horror corporal para explorar las zonas grises de la identidad y la violencia humana. Al frente del filme, un actor que hasta entonces era reconocido principalmente por encarnar al noble y valeroso Aragorn en El señor de los anillos: Viggo Mortensen. Sin embargo, lejos de la épica de la Tierra Media, aquí ofreció una actuación cruda, contenida y letal, que en retrospectiva puede considerarse una suerte de precursor espiritual del John Wick de Keanu Reeves.

En la película, Mortensen interpreta a Tom Stall, un hombre aparentemente común que vive con su familia en un pequeño pueblo de Indiana. Su vida da un vuelco cuando, tras frustrar un intento de robo con sorprendente eficiencia y sangre fría, su pasado empieza a alcanzarlo. ¿Es realmente Tom quien dice ser, o estamos ante un asesino reformado que ha decidido cambiar de vida?
A diferencia de los excesos estilizados del universo John Wick, la violencia en Una historia violenta es seca, directa y brutal. Pero Mortensen comparte con Reeves ese aire imperturbable, esa economía de palabras y esa mirada que dice más que cualquier línea de diálogo. Lo que hace aún más inquietante su actuación es la humanidad que logra preservar en medio del derrumbe moral de su personaje: Tom no disfruta matar, pero lo hace con una precisión aterradora cuando no tiene más remedio.

La crítica fue unánime en alabar su trabajo, que le valió nominaciones a los Globos de Oro y consolidó su colaboración con Cronenberg. Con los años, la película se ha convertido en una obra de culto y, en 2025, cumple dos décadas desde su estreno. En este aniversario, vale la pena revisitarla no solo como un hito en la carrera de Mortensen, sino también como un ejemplo del thriller psicológico en su máxima expresión.
Antes de que Keanu Reeves convirtiera a John Wick en sinónimo de venganza y elegancia letal, Viggo Mortensen ya había delineado, sin alardes, un camino igual de implacable.