Florence Pugh confesó que el rodaje de una cinta de terror la deprimió profundamente, pero encontró la forma de recuperarse
Santiago Díaz Benavides
Casi nadie conoce mi primer nombre, pero todos saben que tengo un homónimo español que escribe thriller. Me obsesionan las películas sobre el fin del mundo y tengo una particular debilidad por el cine de M. Night Shyamalan.

La actriz habló con franqueza sobre el impacto emocional que le dejó 'Midsommar' y cómo el cine la ayudó a volver a la luz.

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Hay películas que exigen técnica, precisión y método, y hay otras que te arrancan algo por dentro. Midsommar, la inquietante obra de Ari Aster, pertenece sin duda a la segunda categoría. Florence Pugh lo sabe mejor que nadie. La actriz británica, que se ha consolidado como una de las intérpretes más potentes de su generación, confesó recientemente que el rodaje de la película la llevó a un territorio emocional del que tardó meses en regresar. Esa revelación, hecha en The Louis Theroux Podcast, abre una conversación incómoda y necesaria sobre los límites del oficio actoral.

Para Pugh, interpretar a Dani —una joven atrapada en un duelo voraz tras la muerte de su familia— no fue únicamente un ejercicio interpretativo, sino una inmersión en un tipo de dolor que terminó quedándose con ella más tiempo del previsto. En sus palabras, la experiencia la dejó “deprimida” durante cerca de seis meses. “No puedo agotarme de esa manera porque tiene un efecto en cadena”, dijo. Y uno entiende perfectamente la dimensión de esas palabras cuando recuerda la naturaleza de la película: un viaje ritual, desconcertante y cruel, donde la luz permanente de un verano escandinavo ilumina lo más oscuro del alma humana.

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Durante el rodaje, Pugh tuvo que imaginar escenarios devastadores, incluidas las muertes de sus seres más cercanos, para poder encarnar con honestidad el colapso emocional de su personaje. Esa intensidad, mezclada con la atmósfera malsana del relato, le pasó factura en silencio. Ella misma reveló que no entendió el origen de su tristeza hasta mucho después. El cine había hecho su trabajo, pero también había dejado cicatrices.

La salida, curiosamente, llegó desde otro set, uno diametralmente opuesto. Cuando pasó a filmar Little Women, de Greta Gerwig, la energía del proyecto —cálida, luminosa, casi doméstica— operó como un contrapeso emocional. Pugh lo describe como un espacio donde pudo “guardar” parte de la oscuridad que traía consigo. Pero cuando volvió a casa tras las grabaciones, la depresión regresó. Fue entonces cuando comprendió que la herida seguía abierta y que no era sostenible volver a poner su mente en ese nivel de exigencia sin un método de protección más robusto.

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Lo admirable es la claridad con la que habla de ello. Lejos de victimizaciones fáciles, Pugh reconoce que esta experiencia la transformó y la obligó a replantearse la manera en la que se entrega a sus personajes. No reniega de Midsommar —de hecho, se enorgullece del trabajo logrado—, pero sabe que no puede repetir ese camino sin acompañarlo de estrategias emocionales más sanas.

En una industria que celebra la intensidad casi como si fuera un KPI artístico, escuchar a una actriz de su calibre admitir que ciertos personajes pueden quebrarte resulta refrescante y profundamente humano. Es un recordatorio de que, detrás del culto a la perfección interpretativa, hay cuerpos y mentes que también cargan las consecuencias. Y Pugh, que sigue creciendo con cada proyecto, lo deja claro: el talento también necesita descanso, contención y luz. En su caso, el cine —ese mismo que la sumergió en la oscuridad— terminó dándole una salida.

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