La historia de 'El Paseo': cómo una simple comedia se convirtió en la tradición de diciembre

Desde su estreno en 2010, la saga dirigida por Harold Trompetero pasó de ser una comedia ligera a convertirse en un ritual cinematográfico de fin de año. Así nació —y se consolidó— una de las costumbres más populares del cine colombiano.

Cada diciembre, junto a las luces, los buñuelos y el olor a natilla, hay otro ingrediente que se ha vuelto inseparable de la Navidad colombiana: El Paseo. Lo que comenzó como una comedia familiar sin grandes pretensiones terminó por convertirse en una tradición que, durante más de una década, ha llenado salas y generado risas —y también críticas— en partes iguales.

Cuando Harold Trompetero estrenó El Paseo en 2010, pocos imaginaron que su película se transformaría en una franquicia. La historia de una familia bogotana que viaja a Cartagena para disfrutar de unas vacaciones resultó un espejo cercano y divertido para el público. Con humor cotidiano, personajes reconocibles y situaciones que rozan la caricatura, la cinta encontró la fórmula para conectar con el espectador común.

“El secreto está en la identificación”, dijo alguna vez Trompetero. “Todos hemos vivido un paseo caótico, con peleas, retrasos y ese tío que nunca falta.”

El éxito fue inmediato: El Paseo se convirtió en la cinta colombiana más vista del año y dio pie a una seguidilla de entregas que acompañarían las festividades durante más de una década. A partir de ahí llegaron El Paseo 2 (2012), El Paseo 3 (2013), El Paseo 4 (2016), El Paseo 5 (2018), El Paseo 6 (2021) y El Paseo 7 (2023), cada una con un elenco distinto, pero fiel a la misma premisa: el caos de las vacaciones familiares.

Con el paso del tiempo, la fórmula se mantuvo: humor blanco, conflictos domésticos y el retrato de una Colombia que se ríe de sí misma. Aunque la crítica ha sido implacable —algunas reseñas la tildaron de repetitiva o predecible—, el público la sigue viendo. En un país donde el cine suele dividirse entre el drama social y el cine de acción extranjero, El Paseo ha ocupado un espacio único: el de la risa compartida.

Más que una saga, El Paseo es hoy un evento social. Ir a verla se volvió una costumbre familiar, casi al nivel de encender las velitas o ver los especiales de fin de año. Cada entrega convoca a padres, hijos y abuelos en un mismo plan de cine, sin importar la trama o el elenco. Es, en cierto modo, el reflejo de la Colombia que busca reírse incluso cuando todo parece estar al revés.

Sociológicamente, el fenómeno tiene sentido: las películas de El Paseo se estrenan justo en la temporada en que el público colombiano se reencuentra con su familia, se desplaza por carretera y revive las tensiones propias de los viajes de fin de año. No es casualidad que cada entrega se convierta en la crónica humorística del país que somos en vacaciones.

Aunque muchos cinéfilos la consideran “una franquicia que no arriesga”, Trompetero ha defendido su propósito desde el inicio: “El Paseo no pretende cambiar el cine; pretende celebrar lo que somos.” Y, en efecto, el público le ha dado la razón. Cada entrega, sin importar el escepticismo inicial, logra una taquilla suficiente para justificar la siguiente.

Su humor costumbrista, sus personajes reconocibles y la apuesta por mostrar al país desde la comedia familiar, la convirtieron en un símbolo inesperado de identidad. Tal vez El Paseo no sea una obra maestra del séptimo arte, pero sí una de esas pequeñas tradiciones que construyen memoria colectiva.

Porque, al final, cada diciembre en Colombia tiene su propio guion: un viaje imposible, un carro repleto, una abuela impaciente, un niño mareado, una playa esperada… y, en medio de todo, una sala de cine llena de risas. El Paseo nos guste o no, ya forma parte del paisaje emocional de nuestras fiestas.