Esta película fracasó en taquilla pero hoy es una obra de culto que todos aman
Santiago Díaz Benavides
Lector, melómano, miope curioso y cinéfilo. Me dicen El Profesor. Vivo en Bogotá con mi prometida y una perrita. También trabajo en una librería.

Un musical irreverente, personajes excéntricos y un público que convirtió las funciones en una fiesta. La cinta que nadie quería al comienzo, hoy es un fenómeno cultural que lleva casi cinco décadas en pantalla.

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Cuando se estrenó en 1975, The Rocky Horror Picture Show —conocida en Latinoamérica como El show de terror de Rocky— la cinta parecía destinada al olvido. La mezcla entre ciencia ficción de serie B, humor absurdo y un musical de glam rock resultaba desconcertante para el público convencional de la época. Las críticas no fueron favorables y las salas se vaciaron rápidamente. Todo apuntaba a que sería uno de esos títulos menores en la historia del cine. Sin embargo, el tiempo demostró lo contrario: lo que inició como un fracaso se transformó en el mayor ejemplo de película de culto.

El secreto de esa metamorfosis está en lo que ocurrió poco después de su estreno. A finales de 1976, algunas salas en Estados Unidos decidieron proyectarla en funciones de medianoche. Allí, jóvenes inconformes encontraron un espacio para celebrar su identidad, desafiar normas sociales y, sobre todo, divertirse. Muy pronto, esas funciones dejaron de ser simples proyecciones y se convirtieron en rituales colectivos: los espectadores se disfrazaban como los personajes, recitaban diálogos al unísono, bailaban sobre el pasillo central y lanzaban objetos en escenas clave. El cine se transformó en teatro vivo.

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El personaje central, el Dr. Frank-N-Furter —interpretado magistralmente por Tim Curry— se convirtió en un ícono queer antes de que ese término se popularizara. Con maquillaje recargado, corsé y botas altas, este científico travesti encarnaba la libertad absoluta: sin miedo a mostrar deseo, sin pedir permiso para ser distinto. Para muchos, fue la primera representación de la diversidad sexual en una pantalla grande, y eso generó una conexión inmediata con quienes no se veían reflejados en el cine tradicional.

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Hoy, casi cinco décadas después, El show de terror de Rocky mantiene su vigencia por múltiples razones. No solo por su música contagiosa, con himnos como “Time Warp”, sino por haber sido pionera en plantear la ruptura de géneros cinematográficos: no es únicamente un musical ni una comedia ni una película de terror, sino una fusión que desafía etiquetas. Esa mezcla adelantada a su tiempo la hace aún fresca frente a un público acostumbrado a la hibridez de la cultura contemporánea.

Además, el fenómeno no se quedó en las salas. La película ha permeado la cultura popular de maneras insospechadas: series como Los Simpsons o Glee han rendido homenaje a sus escenas; cintas como Las ventajas de ser invisible muestran la tradición de las funciones de medianoche como parte de la vida adolescente; y la estética glam de sus personajes sigue inspirando a generaciones de artistas.

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Más allá de la nostalgia, lo que explica su permanencia es que sigue siendo un manifiesto de libertad. En un mundo donde los debates sobre identidad, género y representación ocupan la agenda cultural, esta película, nacida como un fracaso, se levanta como recordatorio de que lo distinto también puede ser celebrado. El público que alguna vez la rescató del olvido tenía razón: no era una rareza descartable, sino una invitación a bailar, cantar y romper moldes.

El show de terror de Rocky no solo sobrevivió a su fracaso inicial: lo transformó en una fuerza imparable. Hoy, es la cinta con más tiempo en cartelera de la historia, proyectada de manera continua desde hace casi cincuenta años. Y aunque no todos entienden su magnetismo, quienes la han vivido en una sala llena de disfraces y gritos saben la verdad: más que una película, es una fiesta que nunca termina.

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