En 1992, Studio Ghibli estrenó una de sus películas más extrañas, maduras y enigmáticas: Porco Rosso. Dirigida por Hayao Miyazaki, esta cinta ambientada en un Adriático ficticio, a medio camino entre la nostalgia de la aviación clásica y la amenaza del fascismo ascendente, cuenta la historia de un ex piloto de guerra que ha sido “maldecido” y transformado en un cerdo antropomórfico. A simple vista, una fábula surrealista; en el fondo, una profunda reflexión sobre la culpa, el trauma y la posibilidad de redención. Treinta y tres años después de su estreno, el final de Porco Rosso sigue sin ser completamente comprendido.
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A diferencia de otros relatos de Ghibli que cierran con claridad, Porco Rosso opta por la sugerencia. Su desenlace, narrado en retrospectiva por la joven ingeniera Fio, deja varios cabos sueltos: no sabemos con certeza qué ocurrió con Porco (o Marco, su nombre humano), ni si alguna vez volvió a aparecer en el Hotel Adriano para reencontrarse con Gina, su vieja amiga y probable interés amoroso.
La confusión se acentúa cuando Fio afirma que nunca volvió a verlo después del combate aéreo con Curtiss. Sin embargo, la imagen final del avión rojo de Porco aparcado en las inmediaciones del hotel, sumada a la ausencia de Gina en su jardín —el lugar donde solía esperarle día tras día—, plantea otra posibilidad: que Marco sobrevivió, recuperó su forma humana y que, finalmente, ambos se reencontraron, aunque el espectador no lo vea.
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El punto más debatido sigue siendo si Porco muere o no en la huida tras la pelea. Algunos sostienen que el combate aéreo con las fuerzas italianas selló su destino, y que el relato de Fio es una especie de homenaje póstumo. La idea tiene fuerza: los aviones están averiados, están superados en número y Porco parece dispuesto a sacrificarse para que otros escapen. Un final trágico, pero coherente con el espíritu de un hombre atormentado por la guerra y su propio pasado.
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No obstante, hay señales de que esta no es la interpretación correcta. A lo largo del filme, Miyazaki deja pequeñas pistas de una transformación silenciosa en Porco. El momento en que Curtiss lo mira sorprendido durante su pelea a puños, o la leve insinuación de Fio de que llegó a verlo brevemente como humano, indican que el protagonista empieza a romper su autoimpuesta maldición. Porque sí, la película deja claro que no se trata de una magia literal, sino de una alegoría: Marco se convirtió en cerdo por su culpa, su trauma y su desprecio hacia sí mismo. Volver a ser humano, entonces, requiere de una recuperación interior, no de un hechizo.
Por eso Porco Rosso no es solo una historia sobre aviones, piratas y apuestas. Es un relato sobre la guerra y sus heridas invisibles, sobre la capacidad de encontrar belleza incluso en el dolor, y sobre cómo, a veces, el acto de volar —literal o metafóricamente— puede ser el camino hacia la redención.
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A 33 años de su estreno, lo que hace que Porco Rosso permanezca en el imaginario colectivo no es solo su animación exquisita ni sus vuelos perfectamente coreografiados. Es su capacidad para hablar de temas universales con una sutileza inusual en la animación. Miyazaki no quiso cerrar su historia con un final explícito; prefirió dejar pistas para que el espectador las hilara por sí mismo. Tal vez esa es la verdadera magia del filme: obligarnos a mirar más allá de lo evidente y a preguntarnos, una vez más, qué significa realmente ser humano.