Cuando Black Sabbath irrumpió en la escena musical a finales de los años 60, pocos podían prever que aquella banda de Birmingham, liderada por un joven Ozzy Osbourne, terminaría redefiniendo tanto la música como el imaginario colectivo del terror. Su sonido oscuro, sus letras inquietantes y su estética tenebrosa no surgieron del vacío: fueron moldeados, en gran parte, por la fascinación que el grupo sentía por el cine de horror.
La conexión más evidente está en el nombre. Black Sabbath se llamaba originalmente Earth, pero todo cambió cuando el bajista Geezer Butler, aficionado al ocultismo y al simbolismo esotérico, notó algo revelador. Mientras la banda ensayaba cerca de un cine local, Butler observó que la gente hacía largas filas para ver una película de terror: Black Sabbath (1963), del director italiano Mario Bava y protagonizada por el legendario Boris Karloff.
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“¿Por qué la gente paga por asustarse?”, se preguntó Butler. Esa simple interrogante marcó un punto de quiebre: el grupo decidió explorar temáticas oscuras y cambiar su nombre a Black Sabbath, inspirándose directamente en el título del filme. Así nació una banda cuya estética se volvió inseparable del miedo, lo gótico y lo sobrenatural.
Pero no fue solo una cuestión de nombre. Las letras de sus canciones se poblaron rápidamente de imágenes sacadas de películas de horror: demonios, brujas, cementerios y fuerzas invisibles. Temas como "Black Sabbath", "Behind the Wall of Sleep" o "Children of the Grave" sonaban como bandas sonoras no oficiales de una pesadilla cinematográfica. El propio Ozzy relató que Geezer solía leer libros de ocultismo y que una vez experimentó un fenómeno paranormal tras recibir uno de regalo.
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El sonido de la banda también contribuía a esa atmósfera lúgubre. El guitarrista Tony Iommi, tras un accidente que le costó parte de los dedos, afinó su guitarra más bajo para reducir la tensión en las cuerdas. Esa modificación accidental creó riffs más densos y sombríos, convirtiéndose en el sello característico del grupo. Era como si la música misma estuviera poseída.
Y, por supuesto, estaba la figura de Ozzy Osbourne: su voz espectral, su mirada perdida, sus gestos sobre el escenario, todo evocaba a un personaje salido de una película de horror. Más adelante, sus escándalos —como morder la cabeza de un murciélago en pleno concierto— solo reforzaron esa imagen. Ozzy no era solo el “Príncipe de las Tinieblas”; era un ícono viviente del horror rock.
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El legado de esa unión entre metal y terror no se detuvo ahí. Bandas como Iron Maiden, Ghost o incluso Marilyn Manson tomarían elementos de esa fusión original. El cine también devolvería el guiño: canciones de Black Sabbath han sonado en películas como Iron Man, The Lords of Salem o Suicide Squad, y directores como Rob Zombie han citado a la banda como influencia estética.
En un mundo donde la línea entre géneros artísticos se difumina, Black Sabbath encontró en el cine de terror no solo una fuente de inspiración, sino una razón de ser. Crearon un universo donde el miedo se escucha y el metal se siente como una sombra que nunca desaparece.