“El juego del calamar” nos acaba de dar a todos una tremenda lección con su última temporada
Santiago Díaz Benavides
Desde 'Forrest Gump' hasta 'Interestelar', pasando por 'Guerra Mundial Z' y 'Naruto', puedo pasar horas hablando sobre mis producciones favoritas. Si me preguntas qué es lo que más me gusta del cine te diré que es mucho mejor que la vida.

La serie coreana de Netflix cerró su historia con un final demoledor. Lejos de buscar aplausos, decidió mirarnos directo a los ojos.

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La tercera y última temporada de El juego del calamar no es solo el desenlace de una serie que conquistó al mundo; es, sobre todo, una lección incómoda, necesaria y profundamente humana. Con un cierre valiente y devastador, la producción coreana pone fin a su historia con un mensaje claro: no estamos bien como sociedad, y no hay salida posible si no empezamos por admitirlo.

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Muchos seguramente esperaban que esta última entrega ofreciera una respuesta, una esperanza, algún tipo de resolución para sus protagonistas o para el sistema que los oprime. Lo que obtuvimos, en cambio, fue una reflexión feroz sobre lo que significa ser humano. La serie nos lanza una verdad tan cruda como difícil de digerir: lo que más daño hace al mundo no es una fuerza externa, sino aquello que cada uno de nosotros alimenta desde adentro.

Los juegos, esta vez, dejaron de ser solo pruebas físicas o dilemas morales. Se transformaron en espejos. En cada episodio, El juego del calamar nos obligó a preguntarnos quiénes somos cuando se nos quitan los disfraces, cuando ya no hay nada que ganar salvo la dignidad. Nos mostró que, muchas veces, no son los más fuertes quienes sobreviven, sino los que más están dispuestos a sacrificarse por otros.

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Ese es el núcleo emocional del final: el sacrificio. No como una forma de redención religiosa ni como castigo autoimpuesto, sino como la única respuesta posible cuando el sistema está tan roto que ninguna victoria personal tiene sentido. Gi‑hun, el protagonista que empezó siendo una sombra de sí mismo, termina siendo el corazón moral de toda la serie. Su decisión final no lo convierte en un héroe clásico, pero sí en alguien que entendió que la única forma de ganar era no jugar más bajo esas reglas.

La serie también lanza un dardo envenenado a la idea de justicia. Por más buenas intenciones que haya en ciertos personajes, el sistema corrupto que organiza los juegos sigue de pie. Y lo seguirá estando mientras miremos para otro lado, mientras sigamos creyendo que la violencia ajena no nos toca. La lección es clara: no basta con que unos pocos despierten; el cambio solo llegará cuando todos entendamos que no se trata de ganar, sino de dejar de normalizar lo inaceptable.

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El juego del calamar cerró su historia recordándonos algo esencial: no hay seres humanos “desechables”. Pero tampoco hay inocencia absoluta. Todos cargamos con responsabilidad. Todos estamos dentro del juego, aunque no queramos admitirlo. Y solo cuando decidamos salir de él —juntos, no por separado— habrá esperanza real.

Porque al final, no gana quien sobrevive. Gana quien deja una huella. Y esta serie acaba de dejar una que será imposible de borrar.

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