Simón Vargas no quería escribir un libro para gustarle a nadie. No se sentó frente a la página en blanco pensando en los fans de Morat, ni en cómo sorprender a quienes cantan a grito herido los coros de “Cómo te atreves”. Se sentó a escribir porque necesitaba hacerlo. Punto. El resultado es A la orilla de la luz, un libro que parece brotar de una Bogotá en penumbra, como si las páginas nacieran de la niebla fría de los cerros y del miedo silencioso que sentimos al caminar por ciertas calles cuando cae la noche.
Y lo que sorprende —lo que verdaderamente desarma— es que no se trata de un experimento simpático de un músico queriendo escribir. Es literatura. Con atmósfera, con voz propia, con un conocimiento profundo de la ciudad y de las palabras. “La canción apela a una emoción general. Pero el cuento, al contrario, es una ventana a un mundo específico. No quieres que el lector se identifique, quieres que sienta que está espiando algo que no le pertenece”, dice Vargas en una entrevista exclusiva con Sensacine Colombia.
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De la canción al cuento: dos lenguajes, dos pulsos
En Morat, todo es colaboración. Cuatro cabezas pensando en función de una canción pop que tiene que conectar, rápida y certera. Vargas describe la dinámica como un “criterio consensuado”, donde lo colectivo manda. Pero en su libro, el territorio es otro: “La libertad de irse a la mierda es absoluta”, dice con risa honesta. “Lo único que tenía que cumplir cada cuento es que me gustara a mí”.
Esa libertad le permite construir una Bogotá casi mítica. No es la ciudad de las guías turísticas ni la que aparece en las noticias. Es una ciudad que vive, como el título lo sugiere, a la orilla de la luz. Una ciudad que coquetea con el abismo. “Bogotá es un lugar donde el sol está, pero no entra. Donde uno siempre está al borde. De pronto, se fue la luz y estás en otra Bogotá. En otra realidad”, explica. Y esa tensión —entre lo visible y lo latente, entre la calma y el desastre que acecha— es lo que da forma a los relatos.
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Entre la alegoría y lo siniestro
Simón no rehúye hablar de influencias, pero tampoco se deja encasillar. “Los géneros me parecen odiosos”, dice, aunque reconoce cierta cercanía con lo que llama un “realismo afectado”. Hay ecos de Mario Mendoza, de Jorge Franco, sí, pero también algo más subterráneo, más sensorial. “No estoy buscando contar la historia de alguien específico, sino generar la sensación de lo que es vivir en Bogotá. Y eso, para mí, es una ciudad al borde del monstruo”.
A diferencia del pop confesional que canta con Morat, aquí el lector se adentra en relatos oscuros, algunos casi de terror. Y no porque haya monstruos en sentido literal, sino porque se siente la amenaza. Porque algo siempre está a punto de suceder. Hay cuentos que parecen ejercicios de voyeurismo emocional, donde mirar demasiado de cerca puede doler. Simón lo admite sin rodeos: “Lo escribí para mí. Como un capricho artístico. Y para mí, esas son las mejores obras: las que uno hace porque quiere, no porque alguien más las pidió”.
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Romper el prejuicio: del fan al lector
Simón sabe que su apellido artístico está inevitablemente ligado a la fama de Morat. Y también sabe que muchos leerán el libro por curiosidad, por cariño o por una imagen prefabricada. Pero lejos de resistirse a eso, lo asume como una oportunidad: “Una niña que escucha las canciones de amor de Morat abre este libro… y el primer cuento le pega en la cara. Me interesa eso. Me interesa subvertir la expectativa”.
Lo dice sin arrogancia, con el aplomo de alguien que entiende el terreno que pisa. Sabe que este primer libro se comprará, en parte, por quien es. Pero también quiere que se quede en las bibliotecas por lo que es. “Ojalá algún día alguien llegue a Morat porque leyeron mi libro. O que alguien compre mi libro porque vio mis fotos. O al revés. Ojalá no haya jerarquías. Solo medios distintos donde puedo ser el mismo”.
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Un artista total, sin etiquetas
En la nueva edición de A la orilla de la luz, publicada en 2025, hay algo más: fotografías tomadas por él mismo en formato análogo. Una galería bogotana exhibe parte de ese trabajo, que también dialoga con los cuentos. Es una puesta en escena del artista integral, sin fronteras disciplinarias, sin necesidad de definirse: “No sé si quiero ser solo escritor o solo músico. No sé si me interesa definirme. Lo único que sé es que quiero seguir trabajando en todos los medios que me permitan expresarme”.
Así, lo que comenzó como una sorpresa —el músico de Morat tiene un libro— termina siendo algo más complejo, más contundente. No se trata de un desvío, ni de una rareza. Se trata de una obra seria, escrita con una sensibilidad literaria genuina, y que revela algo inesperado: Simón Vargas no está jugando a ser escritor. Es escritor. Y A la orilla de la luz no es un pasatiempo. Es una declaración. Una que vale la pena leer.