Netflix ha estrenado muchas series de formato corto este año, pero pocas con el corazón, la sensibilidad y la claridad emocional de Reclutas (Boots). La producción, basada en las memorias The Pink Marine de Greg Cope White, cuenta apenas con ocho episodios, lo que la hace ideal para verla de un tirón… pero también lo suficientemente profunda como para quedarse resonando. Su narrativa, lejos de glorificar al ejército, se enfoca en la fragilidad de quienes llegan allí intentando reconstruirse, esconderse o, simplemente, encontrar un lugar donde respirar sin miedo.
Miles Heizer —en uno de los mejores trabajos de su carrera— interpreta a Cameron Cope, un joven que decide alistarse en el Cuerpo de Marines en los 90. Y lo cierto es que desde el primer episodio uno ya está de su lado: su vulnerabilidad, su humor, su necesidad silenciosa de pertenecer, todo está allí, en una actuación fresca, conmovedora, muy lejos del heroísmo impostado que suele acompañar estas historias. Lo que hace la serie es mostrarnos cómo se forma un soldado cuando la vida no lo ha preparado para ese rigor, cuando la valentía va más por dentro que por fuera.
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Una de las virtudes más claras de Reclutas es que no romantiza el mundo militar: muestra su dureza, sus contradicciones y la manera en que una estructura rígida atraviesa a quienes intentan sobrevivir dentro de ella. Pero también revela los pequeños gestos —a veces mínimos, a veces decisivos— de quienes luchan por sostener a otros. Hay luz, sí, pero una luz que se gana.
La serie no rehúye el tema que marcó a toda una generación: la homosexualidad castigada, ocultada y perseguida en las filas del ejército. Reclutas lo aborda con una mezcla de honestidad y cuidado, reconociendo tanto la violencia institucional como la existencia de militares que, desde adentro, hicieron lo posible por abrir espacio, proteger a sus compañeros y romper silencios que podían costar carreras, vidas, futuro.
El guion también dedica tiempo a la presencia de las mujeres en un entorno donde todo parece definido por la fuerza física. Lo que la serie termina mostrando es que, más que músculos, lo que convierte a alguien en un buen soldado es su capacidad de cargar con otros, de sostener, de escuchar. La empatía, más que la hombría, se vuelve el verdadero motor de supervivencia. Y ahí está su belleza.
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La primera temporada cierra con un episodio que respira verdad: no hay golpes de efecto gratuitos, no hay sentimentalismo fácil. Hay un cierre emocional que honra a sus personajes y a sus búsquedas, uno que deja claro que este no es un drama militar, sino un relato profundamente humano que usa el entrenamiento como metáfora del crecimiento interior.
Es una serie corta, pero está viva. Late. Y cuando termina, lo único que uno desea —y lo digo también desde lo personal— es que Netflix confirme pronto una segunda temporada. Porque pocas veces una historia sobre disciplina, miedo y transformación ha sido contada con tanta calidez, tanta dignidad y tanto corazón.