Este personaje de 'Stranger Things' hizo realidad su sueño y todos celebramos en la temporada 5 de Netflix
Santiago Díaz Benavides
Casi nadie conoce mi primer nombre, pero todos saben que tengo un homónimo español que escribe thriller. Me obsesionan las películas sobre el fin del mundo y tengo una particular debilidad por el cine de M. Night Shyamalan.

La evolución más silenciosa de la serie se convierte, por fin, en un triunfo compartido.

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La quinta temporada de Stranger Things llegó con la promesa de cerrar ciclos, y entre sus logros más íntimos está el arco de Robin Buckley. No fue un camino ruidoso ni una narrativa pensada para robar cámaras. Su transformación ocurre desde adentro: la historia de alguien que, después de sentirse apartada del mundo, termina encontrando un lugar donde su voz —literal y simbólicamente— tiene sentido. Para una serie que ha sabido construir héroes improbables, este es uno de los gestos más honestos de su despedida.

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En la temporada 4 ella confesaba, casi en un susurro, que no encajaba en ninguna parte. Era una frustración que la serie mostraba con cuidado y cierta levedad melancólica. Mientras Hawkins colapsaba entre grietas y amenazas sobrenaturales, Robin vivía un combate más silencioso: el de entender su identidad en un entorno que nunca se lo puso fácil. Esa vulnerabilidad, que en cualquier otra ficción podría haber sido un rasgo accesorio, aquí se volvió una brújula para su propio rumbo.

Ese rumbo encuentra su forma definitiva en la nueva entrega: Robin tiene una estación de radio. No es solo un proyecto escolar ni un capricho narrativo. Es la materialización de un deseo al que nunca renunció: ser escuchada. Convertirse en alguien que articula el caos, conecta historias y acompaña a otros. La estación funciona como refugio, pero también como punto de partida. Por primera vez, ella es quien decide el volumen, la frecuencia y la narrativa. Y se nota.

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La presencia de su novia expande ese universo personal. La relación no llega como un golpe dramático ni como un giro diseñado para generar conversación en redes. Aparece con naturalidad, como un gesto de madurez emocional y como el cierre de un arco que se venía tejiendo desde su primera aparición en la serie. Es un amor tranquilo, uno que no necesita explicarse ni justificarse. Y en una producción tan masiva como Stranger Things, esa normalización pesa más que cualquier declaración explícita.

Parte de la belleza del crecimiento de Robin está en que nunca fue planteada como un personaje destinado al gran heroísmo. Llegó tarde a la historia, casi por accidente, pero terminó encontrando un modo propio de estar en el mundo. La quinta temporada no la convierte en una protagonista absoluta; le regala algo más valioso: coherencia emocional. Su desarrollo es menos un golpe dramático que un asentamiento definitivo.

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El público celebra porque entiende lo que significa este trayecto. Todos hemos habitado esa sensación de estar fuera de lugar. Todos hemos tenido momentos en los que la identidad parecía un rompecabezas sin armar. Ver a Robin encontrar un espacio que la abraza no es solo un triunfo narrativo: es un recordatorio de que las series también pueden cerrar heridas pequeñas, esas que no hacen ruido pero pesan. El monstruo no siempre está en el Upside Down.

Quizás, en el fondo, eso era lo que ella buscaba desde el principio. No una victoria épica. No un gran aplauso. Solo un sitio donde su voz importara. En la temporada final de Stranger Things, por fin lo tiene. Y nosotros, que la hemos acompañado en cada duda, lo celebramos como si fuera nuestro propio final feliz.

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