Hay momentos en Stranger Things que no solo duelen: también revelan cómo los hermanos Duffer convirtieron la nostalgia en un sistema operativo narrativo. Y quizás el mejor ejemplo de esto es la muerte de Bob Newby, ese personaje entrañable interpretado por Sean Astin, cuya salida sigue doliendo como si nos la hubieran quitado hoy.
Bob, el novio bonachón de Joyce Byers, es uno de los pocos personajes en Hawkins que no nace del arquetipo del héroe. Es tierno, algo torpe, devoto, y su brújula moral siempre apunta al bien. Por eso su muerte —violenta, inesperada, cruda— golpea tanto. Pero detrás de esa escena devastadora, hay un eco directo de Tiburón (Jaws, 1975), la película que redefinió el miedo moderno. No es coincidencia: es arquitectura cinematográfica.
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En la segunda temporada, Bob se queda atrapado con Joyce, Will, Hopper y el equipo dentro de los laboratorios de Hawkins. El edificio está tomado por los Demodogs, criaturas letales que se mueven con una mezcla de animal salvaje y pesadilla biológica. Bob, armado solo con su inteligencia y un pequeño manual de vida “a lo RadioShack”, corre por un pasillo oscuro intentando llegar a la salida. Lo vemos avanzar. Lo vemos escapar. Lo vemos lograrlo. O eso creemos.
Es justo ahí donde el guiño a Tiburón se activa con precisión quirúrgica.
Captura de pantalla
Spielberg revolucionó el thriller acuático con un truco: mostrar el peligro sin mostrar al monstruo. La tensión nacía del vacío, del silencio roto por un ataque súbito. Los Duffer replican esa estructura con respeto casi reverencial. Bob cree haber escapado, incluso sonríe. Joyce lo mira con alivio. Y entonces, desde un costado del plano, aparece una sombra que lo derriba. El corte es seco. Brutal. Inapelable. Un abrazo directo al estilo Jaws: el depredador invisible que solo se vuelve visible para devorar al héroe en el último segundo.
La tragedia no termina ahí. La muerte de Bob es también un gesto metacinematográfico: Sean Astin es el mismo Mikey de Los Goonies, otra joya ochentera que flota en el ADN de Stranger Things. Verlo caer como una víctima spielbergiana es cerrar un círculo emocional para quienes crecieron con él.
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Ese es el secreto de Stranger Things. No homenajea para complacer al nostálgico, sino para recordarnos por qué esos códigos visuales siguen vivos: porque el miedo, cuando está bien contado, no envejece. Y porque los héroes más puros —como Bob— a veces caen no por debilidad, sino porque su valentía sostiene a todos los demás.
En Hawkins, los monstruos comen. Spielberg lo enseñó. Los Duffer lo recordaron. Y Bob… Bob pagó el precio.