
Hay personajes que pasan a la historia por su humanidad, su carisma o su heroísmo. Pero hay otros que se graban en la memoria colectiva por todo lo contrario: por su frialdad, por su violencia contenida, por representar el mal en su forma más pura y silenciosa. Anton Chigurh, el despiadado asesino interpretado por Javier Bardem en No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007), pertenece a este último grupo. Y con honores.
La película de los hermanos Joel y Ethan Coen, adaptación de la novela homónima de Cormac McCarthy, se convirtió rápidamente en un referente del cine estadounidense del siglo XXI. En ella, Bardem da vida a un personaje tan fascinante como aterrador: un sicario sin emociones, sin remordimientos y sin una pizca de empatía, que recorre la frontera entre Texas y México dejando una estela de cuerpos a su paso. Su herramienta más peculiar no es un revólver, sino una pistola de perno hidráulico para matar ganado, símbolo perfecto de su método impersonal y eficiente para eliminar vidas.

Lo más inquietante de Chigurh no es su brutalidad, sino su lógica. Lanza una moneda al aire para decidir si alguien vive o muere, y lo hace sin una gota de emoción. Esa desconexión total con cualquier forma de humanidad fue clave para que su personaje fuera considerado por la ciencia como el psicópata más realista del cine. En 2014, el psiquiatra belga Samuel Leistedt y su equipo analizaron 400 películas y seleccionaron a 126 personajes que encajaban en el perfil clínico de un psicópata. Anton Chigurh lideró la lista.
El informe señalaba que, a diferencia del cliché hollywoodense del villano risueño y carismático, los psicópatas reales son fríos, calculadores y carentes de afecto. Chigurh encajaba a la perfección. “Parece efectivamente invulnerable y resistente a cualquier forma de emoción o humanidad”, escribieron los autores del estudio, quienes destacaron su capacidad para matar sin experimentar culpa o placer, solo cumpliendo con una lógica interna incuestionable.

Gracias a esta interpretación, Javier Bardem se convirtió en el primer actor español en ganar un Oscar, en la categoría de Mejor Actor de Reparto. Pero más allá del premio, su creación dejó una marca imborrable en la historia del cine. Chigurh se sitúa junto a monstruos modernos como Hans Beckert (M) o Henry (Henry: retrato de un asesino), pero con una diferencia clave: su inexpresividad lo convierte en un espejo oscuro donde no hay lugar para la compasión ni el delirio, solo para la muerte como rutina.

El legado de Anton Chigurh, y por tanto el de Bardem, persiste casi dos décadas después. En un panorama saturado de villanos carismáticos y hasta redimibles, su personaje sigue siendo una anomalía: un rostro sin alma que no busca justificar sus actos ni entenderse a sí mismo. Y quizá por eso, por esa falta de respuestas, resulta tan perturbador.
Bardem no solo encarnó a un villano. Encarnó al miedo más elemental: el de enfrentarse a alguien que no siente nada.