La ambición detrás de Hawkins no nació sola: un modelo televisivo previo impulsó a los creadores a pensar en grande.
Cuando Stranger Things llegó a Netflix en 2016 no era evidente que se convertiría en el fenómeno cultural que hoy cierra su ciclo con una de las temporadas más ambiciosas jamás producidas para televisión. Pero detrás de esa evolución hubo una hoja de ruta que los hermanos Duffer estudiaron con atención: el ascenso de Game of Thrones. Más allá de los dragones, los reinos y las intrigas políticas, lo que realmente les interesó fue el modo en que la serie de HBO usó su propio éxito para escalar, crecer y convencer a sus responsables de que valía la pena apostar cada vez más alto.
En conversación con Variety, Matt y Ross Duffer lo explicaron con claridad. Desde la primera temporada, observaron cómo David Benioff y D. B. Weiss transformaron Game of Thrones a partir de una estrategia simple: aprovechar la euforia del público como argumento para ampliar el presupuesto y la magnitud narrativa. Esa lógica se convirtió en una herramienta de negociación con Netflix. Si en HBO la apuesta rendía frutos, ¿por qué Hawkins debía quedarse pequeña? Según Matt, cada vez que pedían más recursos, ponían el ejemplo: “Si escalamos la serie, escalará también la audiencia”. Y Netflix escuchó.
Los números no mienten. Game of Thrones inició con episodios de USD 6 millones y terminó gastando cerca de USD 15 millones por entrega en su última temporada. Stranger Things siguió una curva similar, pero mucho más pronunciada: también arrancó con USD 6 millones por episodio y ahora, en su temporada final, se mueve entre los USD 50 y 60 millones por capítulo. Es una cifra que no solo supera a la producción de Westeros, sino que confirma hasta qué punto Netflix convirtió Hawkins en una superproducción cinematográfica distribuida en episodios.
La influencia, sin embargo, no se limitó al aspecto industrial. Los Duffer también mencionaron otra figura que marcó su manera de entender la narrativa: M. Night Shyamalan. No por sus giros de guion como fórmula vacía, sino por su capacidad de reinventarse después del fracaso y por su obsesión por crear historias originales sin miedo al riesgo. The Sixth Sense fue un recordatorio de que un creador puede ir del tropiezo al impacto cultural con una sola idea poderosa, y esa filosofía permeó varios de los riesgos que tomaron a lo largo de las temporadas.
Con el tiempo, lo que comenzó como un homenaje a las películas ochenteras se convirtió en un proyecto de enorme escala. Más de mil millones de dólares generados para Netflix, millones de fans en todo el mundo y una narrativa que creció junto a sus protagonistas. La serie que una vez fue un experimento de nostalgia se transformó en un híbrido desafiante: ciencia ficción con corazón, terror atmosférico y un coming-of-age que no perdió su intimidad incluso cuando todo lo demás explotaba a su alrededor.
Ahora, pocos días después del estreno del Volumen 1, los Duffer se preparan para enviar su historia al final del camino. La estructura escalonada —26 de noviembre, 25 de diciembre y un cierre monumental el 31 de diciembre— habla de un año televisivo que Netflix quiere cerrar con estruendo. Y también de una despedida que, como Game of Thrones en su momento, redefine hasta dónde puede llegar una serie cuando disposición creativa y respaldo industrial apuntan en la misma dirección.
En el fondo, la lección es clara. Hawkins nunca habría llegado tan lejos si sus creadores no hubieran entendido que, a veces, mirar hacia otro territorio fantástico permite imaginar uno propio. Los Duffer lo hicieron, y hoy el resultado es la serie más grande de Netflix diciendo adiós con la misma ambición que la impulsó desde el primer día. ¿Qué quedará después del cierre? Lo descubriremos en tres actos, pero el legado ya está escrito.