Netflix suele revivir géneros que parecían agotados, y esta vez lo hace con un wéstern que llega sin pretensiones de nostalgia ni glorificación del viejo Oeste. Los abandonados, estrenada hace apenas unos días en Colombia, es una miniserie de siete episodios que demuestra que el género aún tiene terreno fértil si se narra desde otro ángulo: la disputa por la tierra, la supervivencia en condiciones hostiles y la violencia que no necesita un duelo al amanecer para sentirse real. Aquí la frontera no es solo geográfica, sino moral. Y es en esa tensión donde la serie encuentra su fuerza.
Ambientada en 1850, en el Territorio de Washington, la historia se articula a partir de un conflicto entre dos familias que reclaman el dominio de una veta de plata recién descubierta. Por un lado están los Van Ness, liderados por una Gillian Anderson implacable, dueña de un poder que no se cuestiona y de una ambición que va más allá de lo económico. Al frente se levantan los Nolan-Abandon, encabezados por Lena Headey, una mujer marcada por su pasado como huérfana y convertida ahora en líder de un grupo de marginados. Entre ambas surge un choque que no se limita a la violencia física: es un pulso por la dignidad, por la posibilidad de ser vistas y por hacerse un lugar en un mundo que no fue diseñado para ellas.
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La serie está construida desde una mirada contemporánea que no traiciona la estética clásica del wéstern. Los duelos, las cabalgatas y los paisajes áridos están ahí, pero lo que importa es lo que se mueve por debajo: la desigualdad estructural, el abandono estatal, la lógica de poder que empuja a los personajes a elegir entre la lealtad y la supervivencia. Se respira un ambiente de tensión constante, pero sin caer en el espectáculo vacío; incluso los estallidos de violencia están narrados desde la crudeza, no desde el romanticismo del género.
Uno de los elementos que sorprende es el trabajo de los personajes secundarios. El grupo de marginados que acompaña a Headey —gente expulsada por la sociedad, sobrevivientes de tragedias personales, buscadores de un lugar donde existir— da a la serie un tono diferente. No son simples acompañantes: son una comunidad improvisada que intenta construir algo parecido a un hogar. Ese subtexto, sumado al romance prohibido entre miembros de ambas familias, crea un drama que supera las fronteras del wéstern tradicional y lo acerca a una narrativa más emocional y política.
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En términos de producción, Los abandonados llega marcada por una noticia que generó curiosidad: Kurt Sutter, creador de Hijos de la anarquía, dejó el proyecto por diferencias creativas con Netflix. Y aun así, la serie conserva algo de su sello: personajes con moralidades ambiguas, escenas tensas que explotan en segundos y una sensación de peligro constante. Los episodios —de entre 45 y 60 minutos— se digieren con rapidez, pero dejan una resonancia amarga: aquí nadie está a salvo, ni siquiera quienes creen tener el control del territorio.
Justo cuando el wéstern parecía condenado a la repetición de sus mitos, Los abandonados aparece como una variación necesaria. No se refugia en la épica de los forajidos ni en la figura del héroe solitario; en cambio, plantea un duelo entre dos mujeres que cargan con la historia, la violencia y la posibilidad de un futuro distinto. Quizá por eso ha captado la atención de los suscriptores: porque es un wéstern que incomoda, que reta y que, sobre todo, se siente vivo.