Cuando Netflix anunció Estado de fuga 1986, muchos pensaron que era otra serie criminal más. Pero el origen de la historia es mucho más profundo y, sobre todo, literario. La producción está inspirada en Satanás, la novela de Mario Mendoza publicada en 2002, que ficcionaliza los ecos de la Masacre de Pozzetto, uno de los episodios más devastadores de la Bogotá de los ochenta. Ese libro, escrito desde la cercanía —Mendoza conoció al asesino—, fue un intento de responder a una pregunta que sigue siendo incómoda: ¿qué se quiebra dentro de una persona antes de llegar a un acto así?
La novela se convirtió, con el tiempo, en un referente de la literatura urbana colombiana. Ya había tenido una adaptación previa en 2007: la película Satanás, dirigida por Andrés Baiz. Esa primera versión recogía el espíritu del libro, pero inevitablemente comprimía historias, voces y atmósferas. Ahora, con Estado de fuga, Mendoza no solo regresa al origen de ese universo, sino que se vincula como productor ejecutivo, supervisando guiones y asegurando que el material se trate con el rigor que merece.
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La serie no es una copia literal del libro —ni pretende serlo. Y este es quizá su gesto más inteligente. En lugar de retomar a los personajes tal cual, los creadores deciden ampliar el campo: introducir nuevos puntos de vista, reconstruir el momento histórico, explorar los entornos sociales que favorecen la fractura. En vez de seguir al pie de la letra la estructura de Satanás, el guion propone un mapa más amplio, más coral, donde se busca entender no solo al victimario, sino las fuerzas —visibles e invisibles— que lo sostienen. Es ficción, sí, pero sin renunciar a esa dimensión inquietante que caracterizó a la novela.
La tragedia del Pozzetto aparece aquí como detonante, pero no como simple espectáculo. Los directores han insistido en que la serie quiere indagar en el “por qué” y no en el “cómo”. No hay recreación morbosa del crimen; hay una mirada hacia la mente humana y hacia un país que se acostumbró demasiado pronto a la violencia cotidiana. Ese tipo de decisiones narrativas ubican a Estado de fuga en un lugar distinto dentro del catálogo de Netflix: un thriller psicológico que respira literatura, que mira hacia atrás con seriedad y que evita el sensacionalismo fácil.
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Al integrar pasado y presente —Satanás, su película, y ahora la serie—, la historia demuestra por qué sigue siendo pertinente. El país cambió, sí, pero las preguntas que la novela planteó hace más de dos décadas siguen vivas: ¿cómo se forma un monstruo?, ¿qué peso tiene la soledad?, ¿qué deja una ausencia?, ¿cuándo una herida se convierte en destino? Estado de fuga 1986 no pretende responderlas todas, pero sí construir un espacio para pensarlas. Y en ese gesto, inevitablemente, vuelve a poner a Mario Mendoza en el centro del debate cultural: la literatura como brújula, la ficción como espejo, y la memoria como territorio que aún no terminamos de comprender.