Cada tanto aparece un documental que sacude algo más que la conversación en redes. El demonio en la familia: El caso de Ruby Franke, disponible en Disney+, es uno de ellos. No solo reconstruye un crimen real, sino que expone el lado oscuro de esa ilusión de “familia perfecta” que durante años ocupó millones de pantallas. Lo perturbador no es solo lo que pasó detrás de cámara, sino lo fácil que fue creerle a una fachada que parecía inofensiva.
Ruby Franke fue, durante mucho tiempo, una madre influencer que acumuló un ejército de seguidores. Videos de rutinas diarias, consejos parentales, dinámicas familiares. Nada que pareciera alarmante. Pero la docuserie parte del día en que todo se derrumba: su arresto por abuso infantil y la revelación de una estructura de control emocional que llevaba años creciendo a la sombra del contenido. Lo que sigue es una reconstrucción que incomoda por su precisión.
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La serie, de tres episodios, alterna testimonios de los hijos mayores con vecinos, expertos y familiares que convivieron con el caso desde adentro. El archivo es abrumador: cientos de horas de videos que los propios Franke publicaron en YouTube, convertidos ahora en evidencia de algo que nadie quiso ver a tiempo. La edición no explota el morbo, sino que hace lo contrario: intenta mostrar cómo una narrativa de “buena crianza” degeneró en una dinámica de violencia sostenida.
Lo más inquietante es la pregunta que queda latiendo en cada capítulo: ¿cuánto de lo que consumimos en redes es real? Y, más aún, ¿qué estamos legitimando cuando normalizamos la exposición diaria de menores en formatos pensados para entretener? La serie deja claro que no se trata de un caso aislado, sino de un síntoma de época. Una familia convertida en contenido, un algoritmo premiando la intimidad, un público que miraba sin sospechar demasiado.
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Como true crime, El demonio en la familia funciona porque se siente cercano: podríamos haber sido parte de esos millones de espectadores que aplaudían sin saber lo que ocurría detrás de la puerta. Como documental, es afilado. Tiene preguntas difíciles y no pretende cerrarlas. Y como retrato cultural, es una advertencia sobre los límites —o la ausencia de ellos— en la economía de la atención.
Si buscas una serie que estremezca, pero también que obligue a mirar hacia el lugar incómodo de nuestras propias pantallas, esta producción es una cita obligada. Tres episodios bastan para dejarte con un frío que no se quita tan rápido: el de entender que, a veces, la historia más perturbadora es la que creíamos estar viendo desde el principio.