Ver 13 Reasons Why en pleno 2025 es reencontrarse con una serie que, pese a la controversia que la rodeó desde su estreno, conserva una hondura narrativa capaz de atravesar todas las defensas del espectador. La producción de cuatro temporadas —basada en la novela de Jay Asher y conducida por la visión afilada de Brian Yorkey— se devora en cuestión de semanas. No por liviana, sino por esa rara combinación de ritmo frenético y emocionalidad brutal que la vuelve adictiva y perturbadora. En mi caso, me entregué a ella con una intensidad que pocas series han conseguido despertar: hay algo en su forma de mirar el dolor adolescente que sigue siendo incómodo, necesario y profundamente actual.
Todo inicia con Hannah Baker y con trece grabaciones que intentan explicar su suicidio. Pero lo que parece el punto de partida es, en realidad, el epicentro de una serie de consecuencias que nadie está preparado para enfrentar. Clay Jensen —ese muchacho obstinado, noble, incapaz de abandonar a quien sufre— recibe las cintas y, con ellas, una verdad que todos prefieren evitar. Lo que empieza como un misterio se convierte en un thriller psicológico donde cada personaje debe confrontar sus silencios, su responsabilidad y su propio reflejo. Verla hoy es recordar que rara vez conocemos a alguien del todo y que, en tiempos de máscaras digitales, la ilusión de cercanía puede engañar incluso a quienes más creemos conocer.
IMDb
La primera y la segunda temporadas siguen siendo las más sólidas: una exploración íntima de la culpa, la vergüenza, la violencia y la necesidad desesperada de pertenecer. La serie retrata una comunidad que finge estar bien mientras se desmorona por dentro. Esa tensión —entre lo que se dice y lo que se calla— es la que mantiene a 13 Reasons Why vigente. Luego llega la tercera temporada y se atreve a hacer algo que pocas series juveniles han intentado: asomarse a la vida del villano. No para absolverlo, sino para entender de qué está hecha su oscuridad. Pobre Bryce, pensé más de una vez. Porque incluso la monstruosidad tiene grietas.
La cuarta temporada cambia de registro: en lugar de mirar hacia afuera, se sumerge en la mente quebrada de Clay. Sus crisis, sus alucinaciones, la culpa que lo acompaña como una sombra. El guion no siempre acierta en las resoluciones, pero cuando se concentra en él logra algunos de los momentos más potentes de toda la serie. A eso se suma quizá el arco más devastador: el de Justin Foley. Nunca había llorado tanto por un personaje. Su historia condensa la fragilidad y la violencia silenciosa que atraviesan a toda una generación.
Netflix
No es una serie fácil. Su crudeza abrió debates globales sobre la representación del suicidio adolescente; Netflix incluso retiró la escena original del suicidio tras las críticas. Pero ese gesto, más que desdibujarla, subrayó su urgencia: hablar sin eufemismos sobre salud mental, empatía y responsabilidad colectiva. Ocho años después, 13 Reasons Why funciona como un espejo que incomoda. Nos recuerda que detrás de cada perfil, cada rumor, cada silencio, hay una historia que no alcanzamos a comprender. Y quizá por eso sigue doliendo. Y por eso, también, sigue importando.
Terminé sus cuatro temporadas con una extraña sensación de orfandad. Esa que solo dejan las historias que se quedan resonando mucho después del final. 13 Reasons Why no pretende ofrecer consuelo. Pretende mostrar. Y en esa honestidad incómoda reside, probablemente, su verdadero poder.