Es curioso cómo, en Stranger Things, nada de lo que creemos haber entendido termina siendo tan definitivo como parecía. Durante años, Will Byers fue el espectro silencioso del grupo: el niño perdido, el sobreviviente marcado, la sombra que regresó de un lugar donde no debería haber regresado nadie. Por eso el Volumen 1 de la quinta temporada no solo sorprende: trastoca la arquitectura emocional de la serie al revelar que Will, ese muchacho que huyó del horror en 1983, porta ahora un poder capaz de desafiar las reglas del Upside Down. Y lo más inquietante es que ese poder no era parte del plan original de Vecna.
Los hermanos Duffer ya lo han explicado: lo que vemos en estos nuevos episodios es el desenlace natural de una siembra que viene desde la primera temporada. Lo de Will no es un despertar genético ni un experimento fallido, como ocurre con Eleven. Su poder nace de un vínculo más siniestro: la marca psíquica que Henry Creel —Vecna— dejó en su mente durante los días que lo tuvo cautivo en el Otro Lado. Esa experiencia lo convirtió en un receptor involuntario de la “mente colmena”. Una antena humana. Una grieta ambulante entre dimensiones.
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Pero la gran clave está en algo más fino: Will no tiene poderes propios en el sentido clásico. Lo suyo es una canalización. El eco de un monstruo que quiso usarlo como puente… y que jamás imaginó que esa conexión podría volverse en su contra. El Volumen 1 lo muestra claramente: cuando Will es acorralado y obligado a enfrentar aquello que más teme, algo se activa dentro de él. No es ira. No es fuerza. Es una especie de resonancia oscura que lo convierte, por primera vez, en protagonista de su propio destino.
Lo verdaderamente poderoso de este giro no es el espectáculo, sino la simbología. Will fue siempre la víctima, el niño que quedó atrapado entre mundos sin entender por qué. Convertirlo ahora en el individuo número 12 significa invertir su narrativa: del trauma al impacto, del silencio a la agencia, del miedo a la posibilidad. Esta no es la historia de un chico que se ilumina; es la de alguien que, por fin, recupera lo que el terror le arrebató.
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También es un movimiento que expande el tablero emocional. Eleven, por más fascinante que sea, ha cargado sola con la épica de la serie. Will introduce otra revolución: la del héroe frágil, el que duda, el que está roto pero avanza igual. Su poder no es un don sino una herida que arde. Y ahí está la belleza narrativa: los poderes de Will son, en realidad, la metáfora más honesta que Stranger Things ha hecho sobre el trauma. No se supera. Se transforma.
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La gran pregunta —la que deja la temporada flotando como un chasquido eléctrico— es cuánto control tiene Will sobre esa energía. ¿Puede manejarla sin que Vecna lo vuelva a tomar como ancla? ¿Es un arma o una trampa? ¿Será su fuerza lo que salve a Hawkins… o lo que termine de hundirlo?
Por ahora, el individuo número 12 no es una solución. Es una incógnita. Y en Stranger Things, las incógnitas suelen ser más peligrosas que los monstruos.