Hay ficciones que funcionan como espejos dorados: brillan, encandilan, seducen… pero, si uno sabe mirar bien, revelan una radiografía incómoda del mundo real. La edad dorada, la serie creada por Julian Fellowes para HBO Max, pertenece justamente a esa categoría. Bajo el glamur de los bailes, los banquetes y las mansiones palaciegas del Nueva York de finales del siglo XIX, late un laboratorio social donde el país ensayaba su propio futuro —y donde las tensiones que hoy nos definen ya rugían en silencio.
Ambientada a partir de 1882, la serie despliega un catálogo monumental de vestuarios, palacios y rituales de etiqueta que por sí solos serían razón suficiente para verla. Pero esa es apenas la superficie. Lo verdaderamente fascinante es su precisión histórica para retratar cómo la ciudad se debatía entre dos fuerzas opuestas: el viejo orden aristocrático, con sus apellidos ilustres y su orgullo inmóvil, y las nuevas fortunas que ascendieron a punta de ferrocarriles, acero, minas y especulaciones tan audaces como cuestionables.
HBO Max
Los Russell —esa familia ficticia que parece caminar con la soberbia del éxito recién adquirido— tienen raíces muy reales. Bertha Russell, interpretada con una mezcla deliciosa de cálculo y hambre social, se basa en Alva Vanderbilt, una mujer brillante y feroz que conquistó a pura estrategia el círculo exclusivo de “los 400” de Caroline Astor. George Russell, por su parte, toma elementos del magnate Jay Gould, un barón del ferrocarril cuya historia está salpicada de huelgas, negociaciones peligrosas y un apetito desbordado por el poder.
HBO Max
Fellowes no se limita a decorados lujosos: reconstruye matrimonios pactados, alianzas estratégicas y batallas sociales inspiradas en hechos verídicos. El arco de Gladys Russell remite directamente al matrimonio forzado de Consuelo Vanderbilt con el duque de Marlborough, un acuerdo sellado con dotes millonarias y un destino impuesto. Caroline Astor —la reina de la élite neoyorquina— y su aliado Ward McAllister operan como los guardianes del acceso: deciden quién entra, quién queda afuera y quién jamás será considerado “gente de bien”.
Pero La edad dorada no se conforma con jugar en la liga de los folletines fastuosos. Su tercera temporada profundiza en temas que resuenan plenamente hoy: el clasismo dentro de la propia élite afroamericana, la persecución de la homosexualidad, la fragilidad de los derechos de las mujeres, la tensión entre progreso y exclusión. La serie incluso rescata figuras históricas como T. Thomas Fortune, periodista y líder por los derechos civiles, o Emily Warren Roebling, la verdadera mente detrás de la construcción del Puente de Brooklyn.
HBO Max
Lo que emerge es una ciudad que se electrifica —literal y metafóricamente— mientras el dinero nuevo desafía a las viejas jerarquías. Un Nueva York que se reinventa, pero no sin dejar cicatrices.
La edad dorada es, en última instancia, una advertencia luminosa: el lujo puede ser un gran distractor, pero debajo del brillo siempre late la misma coreografía de poder, ambición y miedo a quedar fuera del círculo. Y ahí, en ese filo, es donde la serie despliega su encanto más peligroso.