¿Recuerdas la pandemia? Esta serie de HBO Max retrata qué habría pasado con una enfermedad sin cura
Santiago Díaz Benavides
Casi nadie conoce mi primer nombre, pero todos saben que tengo un homónimo español que escribe thriller. Me obsesionan las películas sobre el fin del mundo y tengo una particular debilidad por el cine de M. Night Shyamalan.

Una historia que replantea el sentido de comunidad en un mundo que ya no puede volver a ser el mismo.

HBO Max

Hay ficciones que llegan para entretener, y otras que se sienten como espejos incómodos. Estación Once, disponible en HBO Max, pertenece a la segunda categoría: una miniserie que no solo imagina qué habría pasado si el mundo hubiera enfrentado una enfermedad sin cura, sino que se atreve a dibujar la emoción humana detrás del colapso. Aquí no hay héroes blindados ni villanos de laboratorio. Lo que hay es vulnerabilidad, memoria y una pregunta que aún resuena: ¿qué hacemos con lo que queda cuando todo lo demás ha desaparecido?

Basada en la novela de Emily St. John Mandel y adaptada por Patrick Somerville, la serie propone un escenario postapocalíptico que, paradójicamente, se aleja del ruido. Es un relato íntimo, contemplativo, casi lírico, que retrata cómo una pandemia fulminante quiebra la estructura social en cuestión de días. Pero en vez de quedarse en la vorágine del caos, la narrativa avanza veinte años y se instala en el después, en ese territorio emocional donde la humanidad intenta rehacerse pieza por pieza.

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La historia sigue a Kirsten, interpretada por Mackenzie Davis, una actriz nómada que forma parte de la “Sinfonía Viajera”, una comunidad teatral que recorre los pueblos sobrevivientes interpretando obras de Shakespeare. Ese gesto, a simple vista insignificante en un mundo devastado, se convierte en el corazón de la serie: el arte como último vestigio de una civilización perdida, el arte como recordatorio de que seguimos siendo humanos incluso en la intemperie total.

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La narrativa se construye en tres líneas temporales: el colapso, los primeros años posteriores y el presente veinte años después. Ese vaivén permite comprender cómo los traumas, las lealtades y los fragmentos de identidad viajan con nosotros incluso cuando todo lo demás se derrumba. En ese pasado inicial sobresale Jeevan (Himesh Patel), una figura esencial para Kirsten, y el vínculo que ambos comparten funciona como pulsación emocional de toda la historia.

A diferencia de otros relatos de desastre, Estación Once no busca adrenalina constante. Su apuesta es más profunda: examinar cómo el miedo colectivo se transforma en necesidad de comunidad; cómo el silencio de un mundo diezmado exige nuevas formas de pertenencia; cómo la memoria —encarnada en una novela gráfica misteriosa que atraviesa generaciones— puede unir a personas que nunca debieron encontrarse.

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Visualmente, la serie es un poema en ruinas. Selvas que devoran autopistas, bibliotecas convertidas en refugios, teatros que vuelven a encenderse entre las cenizas. Y sin embargo, nada de eso se siente distópico en el sentido clásico. Más bien es un recordatorio —casi un insight de negocio emocional— de que la humanidad siempre reescribe su narrativa con lo que tiene a mano: una fogata, una historia, una función más.

Aclamada por la crítica pero todavía subestimada por el público masivo, Estación Once es la clase de producción que exige tiempo, sensibilidad y disposición a mirar la herida. Pero a cambio entrega algo precioso: la sensación de que, incluso en un mundo irreparable, aún hay motivos para seguir caminando.

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