Esta película de Disney+ es una joya de la animación y está injustamente olvidada
Santiago Díaz Benavides
Casi nadie conoce mi primer nombre, pero todos saben que tengo un homónimo español que escribe thriller. Me obsesionan las películas sobre el fin del mundo y tengo una particular debilidad por el cine de M. Night Shyamalan.

Un clásico silencioso que sigue brillando lejos del ruido mediático está disponible en streaming para todos los públicos.

Disney+

Hay películas que nacen para el ruido y otras que, en un giro muy a lo Dahl, brillan mejor en el murmullo. Jim y el durazno gigante, disponible en Disney+, pertenece a esa segunda categoría: una pieza de stop-motion tan exquisita que parece diseñada para quienes saben que la imaginación también es un músculo que se entrena en silencio. Es de esas cintas que el algoritmo no suele poner en vitrina, pero que abren al espectador una puerta hacia un universo donde la infancia se mira sin filtros, con ternura, pero también con una pizca de oscuridad necesaria para crecer.

Dirigida por Henry Selick, el artesano que años después nos desarmaría con Coraline, esta adaptación del libro de Roald Dahl es un acto de alquimia narrativa. Mezcla acción real y animación como si ambas fueran materias primas destinadas a fusionarse. El resultado es una travesía surrealista protagonizada por James—Jim para quienes lo quieren bien—un niño que encuentra en un durazno gigante no solo un portal hacia lo inesperado, sino un salvoconducto emocional para recomponer su mundo fracturado. En un entorno dominado por las temibles tías que lo crían, el durazno es la fuga, pero también el renacimiento.

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La película despliega una estética que hoy se siente casi contracultural. En tiempos en que la animación 3D domina la conversación, el stop-motion de Selick funciona como una pieza artesanal, hecha con paciencia de relojero. Cada movimiento de los insectos parlantes —la Araña sofisticada, la Luciérnaga soñadora, el Saltamontes caballeresco— está animado con el pulso de quien entiende que la grandeza de una historia también reside en los detalles microscópicos. Detrás de esa textura táctil hay una declaración de principios: las imágenes no solo se ven, también se sienten.

Producida por Tim Burton, la cinta lleva su marca: un equilibrio entre lo sombrío y lo entrañable, ese “gótico amable” que humaniza la rareza y dignifica lo marginal. No es casual que la banda sonora de Randy Newman, galardonada con un Óscar, impulse el relato como si fuera el latido interno de un niño que decide creer otra vez.

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Quizá la razón de su relativo olvido sea su naturaleza híbrida. No es un musical clásico, no responde a los códigos más luminosos de Disney y tampoco aspira a complacer a todas las audiencias. Su apuesta es otra: invitar a mirar la fragilidad humana desde la imaginación. Y eso, en clave de negocio cultural, la convierte en una de esas joyas que envejecen bien, que ganan valor con cada revisión, que se sienten más necesarias ahora que los relatos originales escasean.

Jim y el durazno gigante no solo es una película subestimada: es un recordatorio de que la animación todavía puede ser un acto de resistencia creativa. Y que, a veces, lo mejor del catálogo de Disney+ está justo ahí, esperando a que alguien vuelva a tocar la cáscara de ese durazno enorme que promete mundos nuevos.

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