La película de guerra que prometía ser una producción de alto nivel y por estas razones se quedó a mitad de camino
Santiago Díaz Benavides
Desde 'Forrest Gump' hasta 'Interestelar', pasando por 'Guerra Mundial Z' y 'Naruto', puedo pasar horas hablando sobre mis producciones favoritas. Si me preguntas qué es lo que más me gusta del cine te diré que es mucho mejor que la vida.

El filme dirigido por Alex Garland y Ray Mendoza buscaba convertirse en la nueva referencia del género bélico. Sin embargo, entre elogios de la crítica y expectativas del público, el resultado ha dividido a la audiencia.

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El cine bélico suele ser un terreno exigente: no basta con mostrar el estruendo de las balas o el vértigo de la batalla, sino que se espera también un relato que conecte con la experiencia humana de quienes quedan atrapados en el conflicto. En el caso de Tiempo de guerra, la más reciente producción codirigida por Alex Garland y Ray Mendoza, la promesa era alta: una cinta que, según los primeros comentarios, presentaba un retrato realista e implacable del combate moderno. Rotten Tomatoes le otorgó una calificación sobresaliente y varios críticos europeos la calificaron como “obra maestra”. Pero la película, que en papel tenía todos los elementos para impactar, terminó quedándose a mitad de camino.

La razón principal está en su guion, que se muestra demasiado básico para sostener el peso de una narración cinematográfica. La trama se resume en un esquema sencillo: un grupo de soldados estadounidenses queda atrapado en territorio hostil debido a un ataque de insurgentes. Sin salida, solicitan ayuda y otro pelotón acude a rescatarlos. Tras enfrentamientos intensos y algunas bajas, logran salir. Esa es la historia en su totalidad. No hay giros dramáticos, ni desarrollo de personajes, ni dilemas éticos que inviten a reflexionar más allá de lo evidente. Todo se centra en la experiencia física de la guerra, pero se descuida aquello que le da carne y hueso a una película: el vínculo emocional con sus protagonistas.

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En este sentido, Tiempo de guerra resulta plana. Se siente como una reconstrucción técnica impecable de lo que podría ser una operación militar, pero sin alma. El espectador observa la angustia, la tensión y el miedo de los soldados, pero lo hace desde fuera, sin llegar a conocerlos ni comprenderlos como individuos. Apenas sabemos sus nombres o motivaciones. No hay historias personales que nos hagan temer por ellos de manera genuina. Se convierten en piezas de un tablero que se mueven bajo el fuego enemigo, y cuando caen, el impacto emocional es mínimo.

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Esto contrasta con producciones anteriores del género que lograron equilibrar el realismo con el drama humano. Películas como Rescatando al soldado Ryan, La delgada línea roja e incluso, Guerra Civil, dirigida por el mismo Garland, mostraron que el género bélico puede conmover tanto por la espectacularidad de sus batallas como por la fragilidad de sus personajes. Tiempo de guerra, en cambio, parece conformarse con la recreación hiperrealista, un ejercicio formal que busca la inmersión pero que termina siendo monótono.

Hay que reconocerle algunos méritos: el diseño sonoro es sobresaliente, logrando que cada disparo, cada explosión y cada silencio transmitan tensión. El trabajo de cámara, con planos prolongados y encuadres cerrados, refuerza la sensación de claustrofobia. En este apartado técnico, Garland y Mendoza alcanzan un nivel que pocas películas del género han logrado. Sin embargo, todo ese despliegue visual y sonoro no encuentra una historia lo suficientemente sólida que lo respalde.

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Por eso, aunque la crítica internacional la haya recibido con entusiasmo, no sorprende que parte del público —sobre todo quienes esperábamos una narrativa más compleja— salgan con la sensación de vacío. Tiempo de guerra quería ser la gran película bélica de la década, pero su apuesta minimalista la deja en tierra de nadie: demasiado técnica para emocionar y demasiado básica para trascender.

Se trata de una producción que prometía mucho y cumple en su realismo, pero falla en lo esencial: contar una historia con la que podamos conectar. Una obra que impacta a nivel sensorial, pero que, al terminar, deja la amarga impresión de que la guerra ha sido reducida a un ejercicio estético sin mayor resonancia emocional.

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