En 2016, cuando muchos daban por acabada la carrera de M. Night Shyamalan, el director sorprendió con Fragmentado (Split), una película que costó apenas 9 millones de dólares y terminó recaudando más de 278 millones en taquilla. Más allá de ser un éxito de proporciones enormes —treinta veces lo invertido—, lo que la hace memorable es el trasfondo humano que late detrás de su aparente envoltorio de thriller psicológico.
El protagonista, Kevin Wendell Crumb, interpretado con virtuosismo por James McAvoy, es un hombre que convive con 23 personalidades distintas y la amenaza de una vigésima cuarta: La Bestia. Lo fascinante es que Shyamalan no se limita a mostrar un cuadro de enfermedad mental como si se tratara de un recurso narrativo más. La historia, en el fondo, es una exploración de lo que significa sobrevivir al trauma, cómo las heridas de la infancia moldean a las personas y hasta dónde puede llegar la mente para protegerse.
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La película plantea preguntas incómodas: ¿qué ocurre cuando un niño vulnerable se enfrenta a una violencia que lo supera? ¿Hasta qué punto la mente puede fragmentarse para resistir? En Kevin, cada identidad cumple un rol de defensa y, aunque la ficción lleva este recurso al extremo al dotar a una de ellas de habilidades físicas extraordinarias, el núcleo sigue siendo humano: la lucha de un ser roto por encontrar un orden en el caos interno.
McAvoy se convierte en el vehículo de esa exploración. Sus cambios de voz, postura y mirada no son solo una muestra de talento actoral, sino una representación de cómo alguien intenta recomponerse una y otra vez, aunque cada intento dé lugar a una identidad distinta. Frente a él, Anya Taylor-Joy interpreta a Casey, una joven con un pasado marcado por el abuso que reconoce en Kevin un reflejo de su propio dolor. La relación entre ambos personajes no es de víctima y verdugo en sentido clásico, sino un encuentro entre dos almas heridas que entienden, sin palabras, lo que significa haber sobrevivido a la oscuridad.
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En lo humano, Fragmentado conecta porque habla del trauma como un lenguaje común. Cada espectador puede no haber vivido las mismas experiencias que los protagonistas, pero sí entiende lo que es cargar con cicatrices invisibles. Shyamalan construye una metáfora incómoda, casi cruel: en un mundo donde la fragilidad se esconde, la única salida para algunos es transformarse en algo nuevo, aunque sea monstruoso.
El éxito de la película, más allá de la taquilla, radica en haber convertido un relato de encierro y miedo en una reflexión sobre la resiliencia. La escena final, que la conecta con El protegido, sorprendió al público, pero lo que realmente quedó grabado fue esa sensación de que Kevin y Casey son, en su fragilidad, el espejo oscuro de cualquiera que haya enfrentado el dolor.