En tiempos en que gran parte del anime que llega a Netflix se aferra a fórmulas seguras, El verano en que Hikaru murió irrumpe como una excepción incómoda. No pretende complacer al espectador con respuestas rápidas ni escenas espectaculares; su apuesta es más lenta, más tensa, y por eso más inquietante. Aquí, lo importante no es solo lo que ocurre, sino lo que se insinúa en los silencios, en las miradas y en la sensación persistente de que algo —o alguien— ya no encaja en el mundo que conocíamos.
Este anime, basado en el manga de Mokumokuren, es sombrío y arriesgado. La historia arranca en un pequeño pueblo japonés, un escenario bucólico que podría evocar tranquilidad, pero que pronto se convierte en un espacio opresivo. Hikaru, uno de los protagonistas, ha muerto… y, sin embargo, regresa. No como él mismo, sino como algo distinto, una criatura que ocupa su cuerpo y que, pese a todo, conserva una sombra de sus emociones. Yoshiki, su mejor amigo —y quizá algo más—, reconoce que esa entidad ya no es Hikaru, pero no puede dejarlo. Lo necesita cerca, incluso si eso significa convivir con el miedo y la incertidumbre.
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A diferencia de Dandadan, otro de los animes de moda en Netflix, que aborda lo sobrenatural con una mezcla de acción y humor, El verano en que Hikaru murió opta por una exploración mucho más introspectiva y perturbadora. Aquí, lo inquietante no viene de monstruos grotescos o batallas espectaculares, sino de silencios cargados, miradas prolongadas y una sensación de amenaza constante que se filtra en lo cotidiano. La música juega un papel decisivo: cada acorde y cada pausa están diseñados para amplificar el desasosiego, como si la banda sonora respirara junto al espectador.
Lo notable es cómo el anime utiliza el horror como un espejo para reflejar algo más humano: la capacidad de amar en circunstancias adversas. A través de metáforas visuales y narrativas, la serie plantea un encuentro entre dos chicos que se quieren en un mundo que les dice que no pueden. Lo que podría haberse quedado en un drama sobrenatural se transforma en una reflexión sobre la identidad, el duelo y la persistencia de los afectos.
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Episodio tras episodio, lo que importa no es tanto resolver el misterio de la criatura que se apoderó del cuerpo de Hikaru, sino acompañar a Yoshiki en su viaje emocional. La tensión radica en cómo él se enfrenta a la realidad, cómo lidia con la pérdida y cómo negocia ese amor que se resiste a morir, incluso cuando el ser amado ya no es quien solía ser. Este enfoque, que prioriza el desarrollo del personaje sobre el puro avance de la trama, es uno de los mayores aciertos de la adaptación.
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La crítica ha respaldado esta visión. Polygon ha destacado su capacidad para entrelazar el terror con temas queer, Espinof ha elogiado la forma en que intensifica la atmósfera del manga original y WhatToWatch subraya la inmersión que logran su estética y diseño sonoro. Entre el público, las valoraciones son mayoritariamente positivas, aunque no ha faltado controversia por ciertas decisiones de traducción al español.
Al final, El verano en que Hikaru murió no es solo un anime de terror: es una historia de amor y pérdida disfrazada de horror sobrenatural. Sombría, sí, pero también profundamente humana. Una obra que, más que asustarte, busca quedarse contigo. Y lo consigue.