La historia de Linda Lovelace no es un mito erótico, sino un recordatorio de cómo Hollywood —y la industria del deseo— pueden convertir a una mujer en mercancía.
Hay películas que se venden como biografías y otras que funcionan como espejos incómodos. Lovelace (2013), disponible en Prime Video, es las dos al tiempo. Bajo su superficie glamurizada —un título que evoca el escándalo del cine para adultos y la irrupción de Garganta Profunda en los años 70— se esconde una historia ferozmente humana: la tragedia de Linda Lovelace, una mujer convertida en ícono sin haber tenido jamás control sobre su propia narrativa.
La cinta, dirigida por Rob Epstein y Jeffrey Friedman, reconstruye el ascenso meteórico de Lovelace (interpretada con precisión dolorosa por Amanda Seyfried), pero también le da la vuelta a su propia leyenda. Lo que el mundo vio como provocación y liberación sexual, Lovelace lo revela como una maquinaria de explotación. Tras el estrellato repentino vino la verdad: Linda no fue una estrella por elección, sino por coerción.
Ahí entra en escena la figura más perturbadora de esta historia: Chuck Traynor (Peter Sarsgaard), su pareja y abusador. La película muestra con crudeza cómo él la empujó —literalmente— a la industria, controlando cada decisión, cada ingreso, cada movimiento. Lo que para el público fue un fenómeno cultural, para ella fue un ciclo de violencia, manipulación y silencios impuestos.
Y es aquí donde Lovelace se vuelve especialmente relevante para un público adulto: porque desnuda el costo psicológico, emocional y físico de una industria que siempre ha vendido fantasía a costa de cuerpos reales. La película hace un corte quirúrgico al mito del “empoderamiento erótico” cuando este se basa en dinámicas de poder profundamente desiguales.
El relato también muestra su emancipación: la transición de Linda hacia una mujer que decide —al fin— narrarse a sí misma. Sus declaraciones públicas, su alejamiento de la industria y su activismo se sienten en la película como un acto final de justicia poética. No redime el daño, pero devuelve un pedazo de voz a quien se la arrebataron.
Visualmente, la cinta juega con dos versiones de un mismo relato: el brillo artificial de los años 70 frente al tono más áspero y honesto de su experiencia real. Ese contraste es quizá la mayor fuerza del filme: nos recuerda que detrás de cada mito pop existe una persona que tuvo que pagar la factura.
Lovelace es una película que vale la pena revisitar sin morbo, pero con memoria. Es un testimonio duro, necesario, y profundamente humano sobre lo que ocurre cuando la industria convierte la vida de una mujer en un espectáculo sin preguntar si ella quiere estar ahí.