Durante años, Katherine Porto fue reconocida por sus papeles en la televisión colombiana, por su presencia magnética en la pantalla y por una carrera que parecía consolidada en el mundo del espectáculo. Pero lejos de los reflectores y los guiones, en medio de una crisis personal y existencial, emergió otra voz, mucho más íntima y descarnada: la suya propia. Esa voz se convirtió en Microdosis de amor propio, un podcast que, en cuestión de meses, se posicionó como uno de los más escuchados en Colombia.
Hoy, ese mismo universo emocional se transforma en un libro con el mismo nombre, presentado por primera vez en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2025. No es una adaptación ni una transcripción: es un cuerpo nuevo, nacido del mismo espíritu. Un texto que respira desde la experiencia, el caos, la caída y la reconstrucción. Katherine no escribe desde un púlpito, sino desde la herida. Y ese gesto, radical en su honestidad, es lo que ha tocado a quienes la siguen.
Colprensa
La herida que no se niega
En un país donde hablar de emociones suele ser considerado un lujo —o una debilidad—, que una mujer se atreva a decir “estaba rota y no sabía quién era” es ya un acto político. Katherine lo hace sin dramatismo, sin necesidad de adornos. Lo dice con una voz suave, pero firme. Una voz que ha aprendido a escucharse incluso cuando duele.
En entrevista con Sensacine Colombia, cuenta que llegó a Los Ángeles con el deseo de triunfar en la industria audiovisual. “Quería ser la segunda Sofía Vergara”, admite sin ironía, como quien ha aprendido a mirar con ternura incluso sus viejas ambiciones. Pero la ciudad no la recibió como esperaba. Años de frustraciones, rechazos y una soledad que no se resolvía con trabajo ni con éxitos pasados. Ahí empezó a quebrarse. “Se me cayó el mundo. Me di cuenta de que había armado mi vida desde el ego. Y cuando eso ya no me sostenía, me quedé sin piso”.
La imagen de ese derrumbe me acompaña mientras leo el libro. Porque Microdosis de amor propio no empieza con una epifanía. Empieza con el caos. Y es ese caos —ese vacío— lo que nos permite reconocernos en ella.
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Una voz que vuelve al cuerpo
Lo que sorprende de este libro no es solo su contenido, sino su tono. La escritura de Katherine no intenta convencer, no busca explicar. Escribe como quien confiesa algo en voz baja, sabiendo que el otro, en algún lugar del cuerpo, ya lo sabe.
“Estaba cansada de las máscaras. De tener que fingir que todo estaba bien. Así que empecé a escribir, no para enseñar nada, sino para recordarme a mí misma lo que había olvidado”, me dice. Y lo que había olvidado era algo tan simple como esencial: que podía estar triste, que podía estar rota, que no tenía que salvar a nadie.
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En el podcast, esa voz suya se siente como una caricia. En el libro, se vuelve carne. Habla de su relación con su madre, de sus crisis de ansiedad, de la culpa, de las veces en que quiso desaparecer. Pero también habla de las primeras veces que logró reír sin culpa, de los días en que pudo mirar un árbol y sentirse acompañada.
No hay moralejas. Solo presencia.
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Doler distinto
Mientras la escucho y la leo, empiezo a pensar en mi propio dolor. En la forma en que, como sociedad, nos hemos entrenado para no sentir demasiado. O para sentir “bien”. Y en cómo eso nos aleja de nosotros mismos.
Katherine dice que el dolor puede ser un maestro, si estamos dispuestos a escucharlo. “No lo tapes con trabajo. No lo tapes con amor romántico. No lo tapes con nada”, dice. Yo, que he sido experto en taparlo todo con palabras, me detengo. Vuelvo a esa idea muchas veces.
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Microdosis de amor propio no es una guía de autoayuda. Es una bitácora espiritual de una persona que no tiene miedo de ensuciarse las manos. Porque sanar no es un proceso limpio ni lineal. Es contradictorio, desordenado, lleno de recaídas. Katherine no lo niega: lo abraza.
Y en esa honestidad, hay un consuelo. Porque saber que otra persona se ha sentido tan perdida como tú y, aún así, ha encontrado formas de volver, te recuerda que quizá tú también puedas.
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El libro como refugio
En medio de tantas propuestas editoriales que gritan, que prometen, que exigen, este libro susurra. Y ese susurro es su fuerza. No se impone. Acompaña.
Katherine me cuenta que el proceso de escritura fue profundamente corporal. Lloraba mientras escribía. A veces reía. A veces necesitaba detenerse y salir a caminar. No lo vivió como un producto, sino como un rito de paso. “Escribía desde la emoción. No desde el deber”.
Quizás por eso, leerla se siente como una conversación más que como una lectura. Hay algo en su lenguaje que abre espacio: para el lector, para su historia, para su silencio. No pretende tener la última palabra. Y eso, hoy, es un gesto de amor.
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Un linaje de mujeres que no supieron nombrarse
Uno de los capítulos más conmovedores del libro es el que habla de su madre. O más bien, de su mirada sobre ella. Katherine se pregunta por las mujeres que vinieron antes, por las heridas que no supieron decirse, por el amor que no supo expresarse con palabras.
Habla de su infancia con una claridad que no juzga, pero que tampoco edulcora. “No me enseñaron a sentir. Me enseñaron a ser fuerte. A sobrevivir. A no llorar en público”, confiesa. Pero en el libro, se permite llorar. Y al hacerlo, nos permite llorar también.
Ese gesto de rehumanización —de devolverle valor a lo que fue silenciado— es uno de los mayores aportes de Microdosis de amor propio. No porque ofrezca respuestas, sino porque honra las preguntas.
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Un libro que no se termina
Cuando terminamos de hablar, Katherine me dice algo que se me queda: “Este libro no es para que me sigan. Es para que se escuchen”. Me doy cuenta de que no estoy hablando con una actriz que ahora escribe. Estoy hablando con una mujer que decidió no traicionarse más. Que eligió la lentitud sobre la productividad. Que encontró en el dolor un camino hacia sí misma, y en la escritura una forma de compartirlo sin perderlo.
Microdosis de amor propio no se parece a ningún otro libro que haya leído últimamente. Tal vez porque no está escrito desde la cabeza, sino desde el corazón. Y no ese corazón romántico y almibarado, sino el corazón real: el que late, se rompe, se abre, se asusta, insiste.
En la FILBo 2025, ese corazón tendrá un lugar. No en los reflectores, sino en los espacios donde la gente se sienta, se escucha, se permite. Porque a veces, lo más revolucionario no es gritar una verdad, sino susurrarla. Y esperar que alguien, al otro lado, la escuche como quien escucha una voz perdida dentro de sí.